CONTRA LA LEGITIMACIÓN INTELECTUAL DEL RACISMO

Contra la legitimación intelectual del racismo
En una conversa sobre derechos indígenas que tuve con estudiantes de ciencias
jurídicas, me sorprendió la convicción con la cual algunos hablaban de la necesidad de
“educar al indígena”. “Es que dejarlos en la ignorancia es permitir que los políticos los
manejen como a ovejas”, sostenían. Ciertamente los que defendían estas ideas estaban
convencidos de su buena voluntad y, sobre todo, de su “bondad” respecto del trato que
merecen “los indígenas”. Y cuando les pregunté si alguno de ellos se identificaba con
algún pueblo indígena, uno contestó que “no” y el resto simplemente guardó silencio.
Luego, me pregunté ¿por qué un estudiante universitario cree que tiene el derecho de
“educar” a los indígenas?, y ¿por qué piensa que las personas indígenas son
“ignorantes”?
Las respuestas a estas preguntas están en una larga historia de racismo y exclusión que
tiene sus raíces en construcciones intelectuales también de largo y progresivo alcance.
Las imágenes, conceptos, ideas y representaciones que proclamaron la “inferioridad
cultural” de comunidades y pueblos enteros se arraigaron en los sistemas educativos, y
desde allí lograron justificar al grado de “científica” una estructura de valores,
mentalidades y sensibilidades discriminatorias en la sociedad. La consecuencia no
puede ser otra que la creación de ciertas formas de convivencia que pueden ser
entendidas como “culturas de racismo”. Se trata de una “normalidad” difícil de percibir
para quien está convencido de ello, a no ser que uno salga “de sí mismo”.
Entonces, es obvio que el racismo pase desapercibido porque formó (forma) parte de
nuestra cotidianidad. Se puede decir que nuestra coexistencia pacífica, aunque racista,
hace parte de un esquema de “tolerancia” inclusiva. La tolerancia, en este caso, es
siempre una relación de desigualdad, donde un grupo de personas (dominante) asigna
una posición de inferioridad a otro grupo de personas. Como diría Michael Walzer,
“tolerar a alguien es un acto de poder; ser tolerado es una aceptación de la debilidad”.
Pasa como en la colonia del siglo XVI, donde el indio (para usar el término de la época)
era considerado “menor de edad” y, por tanto, necesitaba de un “tutor” que le enseñe y
eduque en lo que más le convenga. Esa relación produjo un pacto de tolerancia bastante
frágil.
Sin embargo, ¿qué pasa cuando esta relación de tolerancia no se acepta más?, ¿qué pasa
cuando el “tolerado”, que ha sido nombrado como “el inferior”, no acepta más esta
condición? El resultado más probable es que la “coexistencia pacífica” no sea más que
una ilusión ingenua de quienes creen que “todo debería ser como antes”. Es posible
también que mi interlocutor, estudiante universitario, no acepte este razonamiento.
“¿Qué más quieren los indígenas, acaso se les prohíbe venir a la ciudad y trabajar para
que progresen?”, renegaba. Es obvio que nuestro tiempo no se caracteriza por su
tranquilidad; todo lo contrario. Pero, me preguntaba, ¿por qué a un joven universitario
le cuesta concebir nuestro tiempo como un tiempo de “transición”?, no sólo en términos
políticos sino, además, intelectuales.
Es que, como diría Doudou Diène, el racismo es un “fenómeno mutante”. Cambia en
sus formas y también se nutre de nuevos contenidos. En este proceso de mutación
influyen las “plataformas políticas” y las “legitimaciones intelectuales”. En ambos casos
la “banalización” del racismo es una tendencia que, a momento de sacar el tema de una
agenda política y de reflexión, la presenta de un modo caricaturesco. “¿Racismo?, ¿cuál
racismo?” dirían algunos “opinadores” de medios de comunicación, al estilo de “¡que
nos muestren a los esclavos!, ¿dónde están?”. Es común que las plataformas políticas
que incluyen en sus programas tendencias xenófobas, racistas y discriminatorias sean
siempre de extrema derecha. Con el argumento de proteger la “identidad nacional”, la
“defensa de los intereses de la colectividad”, la “democracia” y la “seguridad”, generan
un nuevo vocabulario que, además, es fácilmente mediatizado y difundido, y con el
slogan de que la diversidad cultural es un atentado al progreso y a la nación.
“Todos somos mestizos, aquí no hay originarios”, argumentaba mi interlocutor
universitario. Seguramente detrás de esta afirmación quiso hacerme notar que para
evitar el conflicto, la violencia y una posible división de nuestra sociedad, es mejor
hablar de nuestro “mestizaje” y olvidarnos de nuestra diversidad cultural. Claro, si el
mestizaje es concebido como el “término medio” de dos esencias, políticamente es
también el mejor “equilibrio” entre dos contrarios. Sin embargo, no estoy seguro de este
razonamiento; porque, como mi interlocutor mismo lo ha demostrado, en el momento
de escoger una u otra tendencia identitaria siempre optamos por la más dominante. “Si
los campesinos se siguen aferrando a su cultura van ha desaparecer, no podemos salir de
la globalización” decía. Entonces, el discurso del “mestizaje” no es otra cosa que la
justificación, una vez más, de la dominación de unas culturas o civilizaciones sobre
otras, sobre la base de que las unas se consideran “mejores” que las otras. Esta relación
entre mejores y peores ya no es aceptable; porque, como dice Raúl Fornet-Betancourt,
“la civilización occidental ya no civiliza”. Y, en palabras de René Passet, el progreso
técnico es irreversible -la computadora existe-, pero lo que de ninguna forma es
irreversible es lo que procede de la ideología: la desenfrenada libre circulación del
comercio, la desregulación, así como el sacrificio humano en el altar de un supuesto
pensamiento de beneficio que no es otra cosa sino pura codicia.
Éste es el camino que sigue la legitimación intelectual del racismo. En los siglos XVIII
y XIX filósofos, intelectuales y científicos europeos concibieron la diversidad cultural
como diferencia radical y jerárquica entre razas, culturas y comunidades; establecieron
teorías que fueron luego usadas por los poderes políticos como fundamento ideológico
de la expansión colonial e imperial del continente europeo. Estructuraron las relaciones
entre diversos a partir de dos conceptos: la superioridad de la cultura y civilización
europea y la finalidad civilizatoria del dominio colonial. Desde esta perspectiva,
sostener la diversidad cultura a través de políticas multiculturales o interculturales será
una hazaña descabellada, puesto que el postulado de éstas esta en el principio de la
“igual dignidad de las culturas”.
Así como Samuel Huntington sostiene que las poblaciones y cultura de los “latinos”
representan un peligro para la identidad estadounidense, hay quienes creen que las
culturas de los pueblos indígenas representan un peligro para la identidad de la “nación
boliviana”. En ambos casos, y a pesar de sus argumentos cuestionables, tenemos que
reconocer que el mayor esfuerzo, fuera del legal, para erradicar el racismo está en el
campo intelectual. Mi interlocutor me hizo entender que su “posición” sobre el racismo,
no proviene de un largo y esforzado ejercicio de reflexión, sino de una dócil y alegre
adhesión a la opinión “pulcra”, mediatizada y amplificada de algunos/as “analistas”.

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